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sábado, 11 de mayo de 2013

Aún se pueden despedir de sus difuntos

La luna todavía está asomada en el firmamento cuando un grupo de mujeres, vestidas con mantas de luto, levantan con su algarabía a los pocos invitados que aún concilian el sueño en hileras de chinchorros colgados de enramadas.

Se alistan para ir al cementerio de la familia González, donde serán desenterrados cinco de sus miembros, fallecidos hace más de una década.

Los yolujas (espíritus) de Luis Ángel, María Abigail, Maria Aminta, Temístocles y Samuel, vendrán desde Jepira (lugar donde descansan las almas en la mitología wayuu) para reencontrarse con sus dolientes en una fiesta de dos días. Luego emprenderán el camino del olvido.



Son las 4 de la madrugada. El camposanto apenas iluminado por unos bombillos de luz amarilla, comienza a llenarse de familiares y amigos que viajaron hasta Guarero, un pueblo en la frontera venezolana, a 15 kilómetros de Paraguachón (La Guajira), desde distintos lugares de Colombia, Venezuela y Estados Unidos, para asistir al segundo velorio de los González.

Según la tradición wayuu, el ritual funerario reafirma los lazos familiares, tanto con parientes de sangre como con aliados (parientes políticos).

Todo wayuu muere dos veces y dos veces entierran a los muertos. La primera vez, en cualquier parte, en donde la persona haya fallecido. La segunda, en su territorio.

En medio de la muchedumbre están los féretros de los esposos Temístocle y María Aminta González. Tienen la madera carcomida por el paso de los años. Dos hombres sudorosos acaban de sacarlos del fondo de las bóvedas, tras quitar las lápidas y romper los bloques de cemento, los sepulcros. La misma operación la repiten con otras tres tumbas.

Carmen Paz, la nieta mayor de la pareja, vestida con una especie de uniforme de enfermera, un tapabocas y guantes quirúrgicos, es la elegida para limpiar los restos de su abuelo, sepultado hace 11 años.

Está serena, pese al dolor que le produce ver convertidos en huesos a sus seres queridos. La víspera se preparó emocionalmente para no derramar una sola lágrima. "Durante la exhumación uno no puede llorar porque después los espíritus no quieren irse a Jepira", dice esta estudiante de licenciatura en informática, que se estrena en el ritual.

Será una larga jornada. Ella deberá estar en vigilia las siguientes 24 horas, rodeada de parientes que le hablan y cantan para que no se duerma. Si lo hace, los difuntos pueden apoderarse de su cuerpo.

El olor a chirrinchi -licor hecho de panela fermentada- es tan penetrante que parece emborrachar a los presentes. Una mujer ataviada con una manta colorida y un tocado en la cabeza desocupa, junto con su joven hija, el contenido de dos tinajas (que simbolizan al hombre y la mujer) por todo el cementerio. Les están dando de tomar a los invitados que vienen desde el más allá.

El aire se llena del humo de tabaco, que sale por bocanadas de un grupo de mujeres. "Por ahí también andan los malos espíritus y con esto se alejan", asegura 'Pocha' González, una matrona wayuu experta en rituales funerarios. Algunas mujeres bañan los ataúdes con varias botellas de whisky, que pasan de mano en mano. La que recibe el envase, apura un trago a pico de botella y enseguida lo pasa. Otras cubren con un pañuelo sus rostros apesadumbrados.

Las urnas son destapadas y las encargadas de la exhumación se apresuran a tapar el cráneo del finado con un lienzo blanco. El público observa expectante. En el interior del ataúd sólo quedan los huesos, que son limpiados con un pedazo de tela empapado en chirrinchi y acomodados en un cofre de mármol. En esta tarea ocupan más de una hora.

Las tumbas vacías son purificadas con licor y aseguradas con un listón rojo. "En caso de hacerse mal el ritual, los espíritus malos pueden llevarse a un familiar; el color rojo les tapa los ojos para que no hallen el camino", dice 'Pocha'.

El segundo velorio

Sobre una mesa reposan los cofres con los restos. En el quiosco, decorado con arreglos florales y retratos de los difuntos, mujeres enlutadas se unen en un lamento rítmico y sostenido, que interrumpen por momentos para conversar y tomar café.

Afuera, hay otro ambiente. El resto de los asistentes están organizados debajo de varias enramadas, pero en vez de llorar, cuentan historias y ríen a carcajadas. Los hombres juegan dominó y beben licor.

A estas alturas, la casa de la difunta María Abigail, donde se realizan los funerales, es un hervidero de gente. Durante todo el día se sacrifican animales para ofrecerles a los invitados. Los fogones permanecen encendidos y las encargadas de la cocina no tienen ni un minuto de descanso.

Para que todos los invitados coman hasta quedar satisfechos fueron sacrificados 200 ovejos y 30 reses. Y se destaparon 300 cajas de whisky.

La abundancia de comida y licor, dice el antrópologo Weildler Guerra, determina el poderío económico y social del difunto y de su familia. Los indígenas también creen que el muerto encontrará en Jepira los animales sacrificados y que esto les traerá prosperidad a sus parientes.

Soraima González recorrió 12 horas en carro desde Caracas, para cumplir el ritual y darles el último adiós a sus familiares. "El segundo velorio es la verdadera despedida de nuestros deudos. Los wayuu somos la única etnia en América con el privilegio de despedir dos veces a los difuntos", dice Soraima, quien llegó con su esposo suizo.

Es mediodía. El padre Henry Tapia, párroco de la iglesia Sagrado Corazón de Guarero, acaba de presidir la eucaristía por el descanso de los difuntos. El sitio donde aún permanecen los restos está a reventar. Las mujeres que antes seguían las oraciones del sacerdote, se abrazan y lloran sin consuelo. Saben que no volverán a tener cerca a sus muertos. Por eso cada una se despide a su manera. Rezan en voz baja, besan los cofres o se cubren la cara con un pañuelo y emiten un quejido.

Finalmente, el cortejo fúnebre se dirige hacia el camposanto, donde los González serán enterrados en el osario familiar, junto con sus ancestros. El segundo velorio ha terminado y los invitados empiezan a marcharse. En las enramadas ya se han descolgado los chinchorros y en los alrededores solo quedan las botellas vacías, las colillas de cigarrillos y las sobras de comida que dejó la muchedumbre que vino al entierro

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